LA ENFERMERA DEL ASILO




Érase una vez una historia de navidad, aunque algo muy singular, pero quizá no cabría en la imaginación de las personas que como todo cuento de época festiva, no persiga la “magia” que envuelve a los demás, pero al final es una historia real. No inicia con el mítico árbol del Rocker Feller Center en Nueva York, ni mucho menos con el gigantesco de Notre Dame. Resultaría algo extraño imaginarla en medio de las montañas nevadas de Ravaniemi, mágicamente adornada con casitas bajas que desprenden chispas de chocolate, donde la correspondencia de todos los niños del mundo llega hasta el buzón de un gordito muy simpático y gentil. No existen renos, enanos, hermosas hadas dispuestas a cumplir deseos. Aquí parece que todos se han olvidado de algo.

Era la medianoche, el reloj hubiese marcado la hora, pero las manecillas se detuvieron desde hace ya una semana. Así lo murmuraban unas viejecillas desde lejos. El fuego de la chimenea se extinguió, dejando en tinieblas una estancia casi abúlica. Al menos, eso era lo que  repetió Leandro en su mente, cuando una voz angelical preguntaba todas las mañanas…

-     ¿Qué tal tu día, campeón?
La contestación se enmarcaba en una sala abandonada, hijos ausentes y una religiosa que oraba por todos, aunque para el resto; sus palabras flotaban en un vacío existencial. Para Leandro; sus recuerdos de felicidad eran casi nebulosos, transitaban por un camino enigmático que  llevaba al más pequeño escondrijo, donde yacían momentos que prefería olvidar y otros evocar. Permanecer sumergido en una desidia parecía consumirlo. El solo hecho de escuchar plegarias y llantos hacía de sus días cansados.

Siguió acostado en su cama, durante un largo tiempo, cuando de repente abrió sus ojos; su cuerpo totalmente inmóvil, su boca no articulaba palabra alguna, pero su corazón palpitaba tan fuerte, que las lágrimas corrían por sus mejillas. No se explicaba el ¿por qué?, pero aquel día fue como si hubiesa vuelto a nacer. Inmediatamente registró la habitación y reconoció en una esquina, recostada sobre un sillón, a la voz angelical que durante meses susurraba en su oído secretos, cuentos y amaneceres mágicos como el que acababa de presenciar.

La chica de la voz angelical se desperezó y, sin darse la vuelta, se alejó lentamente, aunque Leandro trató inútilmente de llamar su atención. Ella desapareció totalmente de la habitación. Se hizo un silencio eterno en la recámara, mientras Leandro empezó a reconocer, desde la ventana, el hermoso paisaje que había plazmado en una pintura, eso en realidad, se transformaría en su único oficio, desde que despertó de quella larga siesta en la que permaneció dormido casi una semana. 

De repente, el estruendoso grito de una mujer se escuchó en toda la casa de asilo, un corto circuito hizo que las lámparas perdieran su luz y se desvanecieran por completo, los trazos que Leandro había creado con su mente para poner alegría a su alcoba. Se escucharon unos pasos acelerarse hasta la habitación de Leandro. Clara, la enfermera que cuidó de él todo ese tiempo, se preocupó mucho por haberle dejado y, cuando precipitadamente entra en la habitación, se percata que unos ojos azules como el cielo, le observaban con tanto agradecimiento. Algo agitada atraviesa la pieza y sonriente dice:
- Lo que sucede es que olvidé decir… 

     ¿Qué tal tu día campeón? Ya me  habías asustado, pensé que no despertarías.

Y perpleja se desplomó al piso, rápidamente se abalanzó a la cama, tomando su mano la besó y colocó un anillo.

-  Le prometí a tu amada que siempre llevarías esta sortija y, aunque la ames mucho, todavía no es tiempo para que nos abandones. Tomando en cuenta que Paulita nos dejó sin electricidad por adornar el árbol de navidad que hiciste para nosotras.

Clara llamó a los médicos para que atendieran a Don Leandro, uno de los más antiguos de sus pacientes. Con una sonrisa se despidió de él y sacó su celular para llamar a Camilo, hijo mayor de Leandro y, así, dar la buena noticia. Las llamadas fueron en vano, prosiguió a marcar el número de  Lucía y Karla, pero no encontró respuesta alguna. Después de la muerte de Mónica; los hijos de Don Leandro dejaron prácticamente solo a su viejo padre. 

Clara regresó a mirar a la habitación y se percató como poco a poco los doctores y enfermeras abandonaban el cuarto, después de realizar las pruebas necesarias. La visita de Mariano, compañero de habitación, fue la única que recibió en todo el día.

Desde su llegada al asilo, Don Leandro se había convertido en el alma de la casa hogar, pero la muerte de su esposa lo cambió para siempre. Ya no hablaba con nadie. Salir de la habitación era algo que solo hacía cuando llegaba uno de sus hijos, aunque ya desde hace ocho meses ninguno de ellos visitaba al viejo Don Leandro. Sus acuarelas se secaron y los lápices de carboncillo permanecieron intactos. El amante del arte se había muerto en vida, deseando dormir para siempre en su recámara.

El jueves amaneció algo frío y con una pequeña amenaza de lluvia. Los colores rojo, verde y las luces se apoderaron de toda la casa. Los ancianos llevaban suéteres tejidos por las enfermeras, las guirnaldas adornaban los cuartos. Mientras que Don Mariano se atrevió a dar vida a su violín; cánticos, caramelos y el infaltable chocolate calentó a todos los viejecillos que se preparaban para hacer de la noche  del 24, la más especial.  El asilo,  para algunos de ellos, significaba ser  su único hogar.

Parecía que las fechas especiales como la graduación de algún nieto, cumpleaños, aniversarios o el mes de diciembre, resultaba una especie de invocación de almas que se habían perdido entre los caminos y, que agitadamente llegaban a la casa hogar, con el último aliento para compartir un “feliz navidad papá” o un “te extrañé abuelito”.

Clara reprobaba la actitud de las personas que hacen miserable la vida de sus ancianos. Sentía como se partía en pedazos los corazones de sus abuelitos que con tanto ahínco cuidaba. Ella entendía cuán grande era ese dolor que causaban los familiares en sus niños, así les llamaba con un amor especial.  

Todo estuvo listo, para recibirlos. El parque, la sala de espera, el comedor, así como las habitaciones de todos los viejecillos del asilo, se hallaban ocupadas por gente ajena a Clara. Los murmullos de todas las personas la dejaban aturdida, pero cuando se asomó a una habitación notó que el más especial de sus niños se encontraba solo.

-    Don Leandro ¿qué tal su día?
El arrugado y cansado Don Leandro solo volteó haciendo un ademán. Mirando hacia la ventana le contestó.

- Clara, hija mía. Tú has sido la única que me ha acompañado durante este tiempo de soledad. Te pido que me perdones por no poder recordarte. Esta enfermedad tan rara me impide hacerlo. Mi voz angelical, mi enfermera preferida, ya deja que tu viejo viva  solo en esta casa. Tú eres muy joven para desperdiciar tus años viendo cómo se marchita este pobre viejo decrépito.

Durante cuatro años, Clara había dedicado su vida entera al cuidado de su padre, internándose en el asilo como enfermera. Hasta ese momento contuvo las lágrimas frente a él y aprovechó para decirle.

-  Yo nunca podría dejarte, papá. Estaré contigo hasta cuando realmente vea que esa luz de tus ojos se apegue, pero eso no pasará.

La velada en el asilo se había prolongado, los villancicos se escuchan con voces nuevas y las familias seguían llegando. Justamente cuando Clara se acerca a abrazar a su padre se escucha llamar a la puerta. Para sorpresa de Leandro sus ocupados hijos llegaron por él, aunque con una modesta sonrisa les dijo:

-    Buenas noches jóvenes en qué les puedo ayudar.

Clara se echó a llorar, pero incorporándose rápidamente supo decir.
-    Don Leandro. Ellos son sus hijos vinieron a visitarlo.

El viejo Don Leandro los abrazó tan fuerte que todos gimieron de dolor
-       Hijos pero porqué tardaron tanto en venir, replicó Don Leandro.




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